Roberto permanecía tirado en la cama del cuarto de hotel. Por los pasillos se escuchaban murmullos, risas y predominaban voces de mujeres. En la habitación, escuchaba el resorte del encaje acomodarse en la cadera, la fricción del nailon con las piernas y después un tecleo sobre el teléfono. Roberto veía delante de sí la almohada. –Beto, ya me voy- dijo Karina apurada. –Ahí están los trecientos en el buró- respondió Roberto con voz entrecortada. -¿Te sientes bien?- respondió en lo que caminaba con tacones sordos sobre la alfombra para tomar el dinero. –Ya no quiero verte- exclamó Roberto. Karina frunció el ceño, sus labios se plegaron e hizo un último acomodo a sus pechos con las manos. –Pues tú te lo pierdes- dijo mientras a su salida daba un portazo.
Roberto se reincorporó sobre la cama, sentado, miró su cuerpo desnudo, luego echó un vistazo al gran espejo frente a él. De pronto una verdad se apoderó de su cabeza, se tumbó sobre la alfombra y comenzó a llorar.
Rato después, Roberto salió del hotel hacia el bullicio de las calles de la ciudad. Tomó camino hacia la estación del metro Balderas. Encendió un cigarro, subió el cierre de su chamarra y trató de evitar las miradas de la gente. Deseaba vivir en la selva o en un bosque donde no hubiera gente, espejos.
En el andén, Roberto pensó en tirarse a las vías. –Nadie me va a extrañar y saldré en El Gráfico mañana- se dijo mientras el convoy entraba a la estación y hacía sonar su bocina. Sus pies rebasaban la línea amarilla, su corazón palpitaba con fuerza y su respiración se agitaba a cada momento un poco más, pero el metro llegó al final de la estación sin contratiempos. Ingresó al vagón ensimismado. Frente a él había una pareja, los chasquidos de sus labios parecían trompetas llamando a la guerra; luego, voltearon a verlo, Roberto levantó la mirada para encontrarse con la suya. Ellos movieron los ojos hacia otra órbita como si trataran de encontrar algo o alguien más en el vagón. La mirada de Roberto buscó escondite en algún rincón, su elección recayó al fin, en un vendedor ciego que ofrecía barras de alegría. Trataba de convencerse: “Hay gente que la pasa peor“. Pero estaba muy lejos de creerlo. La pareja interrumpió los besos y después de murmurar buscaron asientos lejos de Roberto. Los chasquidos continuaban a la distancia. La gente bajaba y subía en cada estación. Una niña clavó su mirada en él, su mamá, que la sujetaba de la mano, le dijo-No lo veas-mientras le jalaba el brazo. -¿Por qué?-preguntó la niña, -Es de mala educación-contestó apenada la mamá. Fue inevitable para Roberto escuchar esto. La señora se dio cuenta y le sonrió, para luego bajarse con su hija en la siguiente parada.
Aquella noche, la víspera de una meta se había convertido en un sueño. Roberto sentía los ojos calientes, las cálidas lágrimas amenazaban caerse a cascadas por sus mejillas y no estaba dispuesto a hacer un numerito en público. Respiró aliviado cuando el metro llegó a la terminal Indios Verdes. Todos bajaban de prisa, pero él se enfiló a las salidas sin ninguna premura.
Roberto sintió un áspero y helado viento en la cara y en las manos, apenas salió al paradero. Durante algunos instantes le inquietaron los tumultuosos gritos de los cacharpos; todo estaba iluminado y lleno de gente. Caminó entre los charcos de agua sucia y el mal olor de la basura, se cuidó de un par de microbuses veloces y agarró paso hacia una calle menos transitada hasta llegar a una pequeña vecindad. Subió las escaleras y después del tercer piso llegó a la azotea; quitó el candado de la puertecita del cuarto para entrar y luego ponerlo desde dentro. Una vez refugiado en su espacio, se desplomó sobre un reducido catre sin sábanas, acomodó la almohada y se puso dos cobijas encima. La única ventana del cuarto daba vista hacia el acueducto.
-Karina dijo no-pensó Roberto-, sólo queda trabajar.
Continúa en la siguiente entrega.